Del dolor y la alegría, de Emilio Coco




Como para ver una película u oír un disco con cuidado, para este libro hay que reservarse uno dos horas. Ojalá estar solo y sin mayores distracciones. Te vas a meter en una historia y te la van a contar con música hecha con palabras. Te la van a contar en endecasílabos. Te conviene mirar bien cada palabra, medirla, oír la música que compone con las otras, porque cada una está puesta con esmero y con un fin. Ojalá pudieras leer el libro de un tirón. La experiencia es impactante.
Son cuatro movimientos: “Unidad Neuroquirúrgica”, “Unidad de Geriatría y Aislamiento”, “Unidad de Larga Estancia” y “Cuerpo ausente”. Son las cuatro partes que componen El don de la noche, un largo poema que Emilio Coco dedica a su hermano Michele, “poeta y traductor de poetas latinos y griegos, muerto el 23 de agosto de 2008, a las 21,45 horas, de cáncer cerebral”. Completan el volumen unos “Sonetos del amor tardío” que son pura hondura y armonía, humor y picardía. Un anciano canta al amor, a la costumbre, al día a día, a esa mujer que envejece a su lado.
Este humilde librito, parte de la Colección Un Libro por Centavos de la Universidad Externado de Colombia, contiene imágenes poderosas y versos hondos y bien compuestos. Le agradezco por abrirme la puerta a un autor que me tocó profundamente. La biografía dice que es hispanista, editor y traductor, reconocido como difusor animoso de la poesía española, mexicana, dominicana y argentina. A su vez es autor de una obra amplia de poemas propios, traducidos a media docena de lenguas. Bienvenido este poeta a mis lecturas. Por supuesto que no me voy a ir sin compartir algunos versos.

De El don de la noche
  
COMO cuando de niño te dormías
en brazos de la madre que soplaba
en tus cabellos hasta desgreñarlos,
acercando sus amorosos labios
para estampar un beso en tu mejilla
y su voz te sonaba en el oído
como suave susurro de una brisa,
así quisiera yo mecerte ahora,
cantarte la canción más cariñosa,
entrelazar tus dedos con los míos.



POR el pasillo vago a paso lento,
llego hasta el fondo y me doy vuelta.
Abstraído en mis cosas, no me entero
de que en el cuarto número dieciocho
hay un anciano que me grita: Entre,
llevo dos meses sin hablar con nadie,
y la cama de al lado está vacía.
Si aquí estuviera alguno de mis hijos
—tengo cuatro, subraya con orgullo—
podría hacerme compañía un poco.
Están con sus mujeres en la playa,
sólo tienen un mes de vacaciones
y venir aunque fuera por un día
comportaría enormes sacrificios
por los niños pequeños, los disculpa.
Él me habla de su mal y yo del tuyo.
Nunca lo dejes solo. Cuán terrible
es no tener a nadie que te seque
el rostro, humedeciéndote los labios
en estas noches tórridas de agosto.



ESPERABA la noche como un don,
como el libro más bello que quería
hojear contigo, para detenernos:
yo a leer tus versiones de Catulo,
tú las mías de vascos y gallegos.
Había en la mesita un ejemplar
de los Carmina donde figuraba
una dedicatoria que Lucía
había escrito a tu nombre para Leandro,
tu alumno, amigo suyo de la escuela,
con que le agradecía sus cuidados
para contigo. Todas las mañanas
me traía el café y me relataba
que había muerto su padre un año antes
por el mismo tumor. En ti veía
a su padre sufriente; en mí, a sí mismo.
Para esconder su llanto, simulaba
sonarse la nariz. Yo me asomaba
a la ventana con los ojos rojos.
Mas la noche era totalmente nuestra,
los dos con nuestra inmensa soledad,
y temía el tañido de las horas,
rezaba para que no amaneciera.



ASÍ tendría que llegar la muerte,
como viene el amor y tu defensa
se vuelve vana. Un viento que te lleve
a una isla lejanísima y desierta
donde ambos competís a ver quién logra
embriagarse con más besos y mimos
sin querer saber nada del mañana.

Así tendría que yacer contigo,
como una amante tímida que a oscuras
su pecho ofrece a tus ardientes labios
sin que pretenda nada, distrayendo
tu corazón de cualquier otra pena.
¿Te atreverías a dejarla sola,
a una joven tan bella y apasionada?

Así tendría que cerrar tus ojos,
como la madre aquellos de su niño
que llora en plena noche y se empecina
en quedarse despierto, y en sus brazos
lo aprieta suavemente, con su aliento
rozándole los párpados, lo pone
en la cuna, se encanta al contemplarlo.



DEJADME ya con ellos, con mis muertos.
Con tía Franca y su tímida sonrisa
dentro del marco oval de oro falso,
que se angustia las veces que no acudo
a la cita habitual de cada sábado.
Debajo está tía Gina que ha llegado
en enero de este año a mi despecho,
sin avisarme se marchó en el día
del bautismo de Alessio. No debías
hacerme esta injusticia. Te he llorado
encerrado en mi cuarto en Espinardo
mientras comían paella con mariscos
y brindaban con cava catalán.
Un poco más arriba están mis padres,
él con trinchera y el cabello espeso,
ella con traje negro, demacrada.
Finalmente, lindando con el techo,
reunidos todos en el mismo nicho,
la madre y dos hermanos de las tías,
el abuelo Michele que leía,
para pasar el tiempo, la Gaceta
mascando caramelos que compraba
con el diario en el bar de la calle Roma.
Para ti hemos guardado el mejor sitio,
a la vista de todos, en el centro.
Faltan sólo la lápida y la foto.


De Sonetos de amor tardío

Nuestra casa

Vivimos en un gran departamento,
ya sin hijos y libres del tormento
de que llegue el dinero a fin de mes,
sin sustos ni sorpresas enojosas.

Tú en tus quehaceres sola en la salita,
yo con mis españoles en mi estudio.
Ya no tienen espinas nuestras rosas,
sólo los dos y cada vez más solos.  

Hace años que sólo nos reunimos
a la hora del almuerzo y de la cena,
y esperamos ansiosos el momento

de acostarnos, cada uno en su rincón.
Para casos urgentes de importancia
podemos recurrir al celular.


Nuestro amor

Di, ¿qué recuerdo nuestro quedará
cuando estemos ya muertos y enterrados?
Que no crean jamás que fuimos héroes,
y no hagamos leyendas de nosotros.

Que quede claro. No obstante, ojalá
una cuestión sea indudable al menos:
nos amamos. Lo digo en voz muy alta
ante Dios y ante el mundo, aunque hace un rato

te quería mandar a hacer puñetas.
Pero eso es lo normal cuando se quiere.
El amor es dulzura y es insultos.

Es victorias e infames rendiciones.
Puede hacernos palomas o bien hienas.
Nos hunde con las alas ya extendidas.




Emilio Coco, Del dolor y la alegría, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, Colección Un Libro por Centavos n. 121, 2016.

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