Fusilado: Adam Zagajewski



Desde hace un año hasta hoy, hasta esta mañana, he estado leyendo libro tras libro que me encuentro de Adam Zagajewski. Primero fue Poemas escogidos, publicado por Pre-Textos con una traducción poderosa de Elzbieta Bortkiewicz. Después fue Antenas, en una traducción algo más fluida pero menos contundente de Xavier Ferré. Después vinieron los libros en prosa, Dos ciudades, En la belleza ajena, En defensa del fervor. Ya me hace falta otro, porque su voz sabia y reposada, sus ideas luminosas, sus imágenes indelebles han venido haciendo parte de mi día a día desde hace un año o un poco más. Se ha convertido en mi autor favorito de estos meses, el más inteligente, el que mejor escribe, de quien más me gusta la manera de pensar. Me recuerda a Chesterton y a Hazlitt, a Milosz y a Symborska, a Tolstoi y a Tranströmer. Aunque, pensándolo bien, este polaco joven e inmortal tiene una voz única. Profunda y ligera a la vez, exacta y por momentos gaseosa… No sé bien cómo explicarlo. Más bien comparto un fragmento de uno de los ensayos incluidos en el libro que terminé esta mañana, En defensa del fervor, y me voy a buscar algo de él a una librería.


Adiós a las vacaciones [fragmento]

Vacaciones, ¡qué palabra más bonita! Desde que entendí que para muchos de mis amigos y conocidos norteamericanos no significa nada, aún admiro más su encanto. La puritana adicción al trabajo que reina en Estados Unidos no permite gozar de las vacaciones. ¿Por qué? Muchas veces se lo he preguntado a los norteamericanos. A menudo he oído como respuesta que al salir de vacaciones nos exponemos al riesgo de que un competidor se aproveche de nuestra ausencia, tal vez no de modo directo, no hasta el punto de robarnos el puesto de trabajo o la posición social, pero sí ganando a fuerza de trabajar sin interrupción durante la canícula más tórrida; una ventaja que ya no seremos capaces de arrebatarle en los meses templados.

Paradójicamente, esto me hace pensar en los libritos, delgados y llenos de erudición tomista, de Josef Pieper, un filósofo alemán que acaba de morir a una edad casi bíblica y que en los años cincuenta, cuando en Alemania reinaba el espíritu de una laboriosidad stajanovista, hacía elogios atrevidos y guasones del otium latino, es decir de una meditación tranquila y ajena tanto a las prisas como a cualquier tipo de finalidad. Parece que las vacaciones son una prolongación natural del otium y, al mismo tiempo, su modificación sustancial. Porque el otium suele relacionarse con un estudio estático; siempre que oigo hablar del otium me imagino una habitación con un sillón, llena de libros, música y álbumes de pintura. En cambio, las vacaciones son viajes (a no ser que alguien simplemente vaya a su casa de campo a continuar con sus estudios habituales). Las vacaciones significan un viaje, y cada viaje es por fuerza motivo de un sinnúmero de pequeñas y molestas incomodidades. La imprescindible inercia que reside en el corazón mismo del otium se esfuma la víspera del día de salida, ya que el mero bailoteo alrededor de la maleta y las ofrendas que le hacemos de nuestras piezas de vestir son una caricatura de la movilidad veraniega. Y el viaje en sí, tanto si es en coche, en tren, a caballo o en autobús, nos aleja aún más de la estática del otium.

Cabe recordar que la posibilidad de ir de vacaciones no deriva directamente de la opulencia. Estados Unidos es incalculablemente más rico que nuestro flaco país centroeuropeo y, no obstante, al llegar en agosto a Cracovia me encuentro con que todos mis amigos se han marchado de la ciudad. En Nueva York no habría tal peligro, o sería mínimo.

Pero volvamos a la fenomenología de las vacaciones: el viaje destruye la grata tranquilidad de otium, nos separa de los libros predilectos (o, mejor dicho, de la posibilidad de elegir la lectura vespertina, porque ¿cuántos volúmenes puede uno llevar consigo de viaje y cómo prever si durante semanas será capaz de guardar fidelidad a unos cuantos autores escogidos a tontas y a locas en vísperas de la salida?). Pero, una vez hemos catado su lado positivo, el viaje nos muestra también las limitaciones del famoso otium. Quedarse en la habitación —cosa que tanto recomendaba Pascal— a veces puede llevar al agotamiento, a una especie de egotismo yermo y libresco. Los libros son unos compañeros excelentes, pero el mundo también merece atención. Y en los viajes, como en los sueños, encontramos gente nueva y edificios antiguos, conocemos lugares que antes ignorábamos. Pero los sueños suelen engañar; las voces que oímos en ellos hablan demasiado deprisa, como si temieran la llegada del alba. Nuestra pequeña memoria no abarca lo que le susurran obstinadamente los sueños. En cambio un viaje exitoso se convierte en algo parecido a un sueño ordenado y aumentado. Y también más lento: hasta el viaje más rápido (y no hablo del avión, que no tiene nada que ver con la idea de viajar y no es más que una hibernación momentánea) es más lento que el sueño. Y más inteligible.

A los que leemos demasiado los viajes nos recuerdan que fuera de la biblioteca se extienden los campos fértiles de la realidad. Nos recuerdan qué agradable es andar: las largas caminatas por pueblos de Italia donde intentamos mantenernos en el lado umbrío de la calle para evitar el sol despiadado; nos recuerdan la agradable tortura de la sed y de un largo trago de acqua senza gas que la apaga. En otros términos, para una rata de biblioteca el viaje —y hablo de un viaje individual, no sometido a ninguna guía, no circunscrito a los apremios de ningún conductor de autobús turístico— es, además de otras cosas, un redescubrimiento de la existencia del cuerpo y de su importancia no sólo en el deporte, sino también en el arte, por muy refinado que éste sea. El cansancio que acusamos durante la laboriosa estancia en uno de los países merecedores de un viaje corresponde de algún modo, como un eco, al cansancio físico de todos aquellos artistas y artesanos incombustibles y geniales que cubrieron de frescos las bóvedas de las iglesias y arrancaron del mármol blancas esculturas. Corresponde también a su movilidad, a sus arduos viajes de ciudad en ciudad, de un mecenas a otro; a menudo se desplazaban a lomos de un caballo o un jumento, y más de una vez andando (todavía en el siglo XIX los artistas jóvenes recorrían a pie largas distancias; hoy en día no se ven muchos transeúntes entre Varsovia y Cracovia).

En el curso de estos viajes vemos a gente que nunca habríamos conocido en nuestra ciudad natal, y a veces incluso alguien que contesta emocionado a una pregunta turística banal del tipo “¿Por dónde se llega a la catedral?” se nos grabará en la memoria para siempre gracias al encanto con el que nos indica un itinerario no especialmente complicado: prima a la destra, seconda a sinistra. Y hasta la palabra sinistra perderá el matiz ominoso que tiene en algunas lenguas.

En la cafetería, alguien se sentará junto a un velador vecino. Con alguien intercambiaremos algunas palabras. Hay que recordar que estos encuentros, si de veras llegan a ser encuentros, son algo extraordinario, un premio que nos otorgan los duendes del viaje.

¿Viajar solo o acompañado? Las opiniones están divididas. William Hazlitt en su ensayo On Going a Journey sostiene que uno debe viajar solo: I like to go by myself. Y cita a Laurence Sterne, quien dijo: “Quiero tener un compañero de viaje, aunque sólo sea para observar cómo se alargan las sombras al atardecer”. Hazlitt reconoce el valor poético del argumento de Sterne, pero no está de acuerdo con él por considerar que una comparación continua de impresiones y su intercambio incesante perjudican las reacciones espontáneas de la mente, que debe afrontar el mundo ajeno por sí sola.

Pero el autor de estas palabras se declara solidario con Sterne por muchas razones, siendo una de ellas el hecho de que en el extranjero, incluso el bien acompañado, está solo. Por ejemplo, en la passeggiata italiana, es decir en el corso, cuando parece que todos los habitantes de un pueblo celebran como hipnotizados, sonámbulos, un paseo ritual por un itinerario estrictamente determinado, los advenedizos procedentes de países lejanos ni pinchan ni cortan, son del todo invisibles. El turista tiene tan poca realidad que al menos viajando en pareja se robustece un poco, se fortalece.

Naturalmente, hay que elegir con esmero las compañías. ¿No fue Samuel Johnson quien dijo que no hay nada más agradable que encontrar en una diligencia a una mujer guapa e inteligente?

Este año en las calles de Lucca pudimos admirar una de estas passeggiate: ancianos, gente de mediana edad, madres jóvenes que empujaban orgullosas cochecitos con bebés muy hermosos, grupos de muchachas que lucían sus mejores camisetas y de adolescentes risueños que aparentaban indiferencia, buscando pareja a escondidas. A ratos, el hecho de que por las calles crepusculares paseen una al lado de otra generaciones tan distintas parece una extraña broma metafísica: como si el tiempo quisiera burlarse de nosotros y decidiera mostrar simultáneamente (en sincronía, como decían los estructuralistas de poca monta) el destino del hombre, de un solo hombre, centuplicándolo, multiplicándolo. ¡Si fuera así, el bebé y el adolescente, el serio padre treintañero y el abuelo sentado en un poyo de ladrillo serían todos la misma persona, el mismo habitante de Lucca! Y también todas aquellas mujeres, desde la niña pequeña hasta la anciana canosa y parlanchina, no serían más que una multiplicación de la misma señora.

[…]


Lo fusilamos de: Adam Zagajewski, En defensa del fervor, Barcelona, Acantilado, 2005, pp. 175-179. Traducción de Jerzy Slawomirski y Anna Rubió.

Comentarios

Katherine Rios ha dicho que…
Los aeropuertos y estaciones de buses y trenes me producen una fascinación extraordinaria. ¿En qué otro lugar del mundo es posible ver gente tan diferente y oír tantos idiomas a la vez? No importan las requisas, las filas, incluso disfruto con cierto morbo el caos que produce un vuelo cancelado, un niño llorando desesperado en el tren, un borracho en el avión.
Me gusta ser extranjera, ver con ojos ajenos un mundo que nunca acabaré de entender. No me quejo de los lugares atestados de turistas con sus cámaras. Hasta los japoneses y su afán por registrar cada segundo de su viaje me producen curiosidad.
Cuando voy por segunda vez a una ciudad trato de ir al mismo hotel, de caminar las mismas calles, trato de ver si es posible ver el paso del tiempo sin haber sido testigo.
Viajo mucho sola y sin planes fijos. A veces no compro ni mapa. Salgo de hotel y comienzo a caminar sin rumbo.
Como de todo, pruebo lo que sea. He hecho filas para enterarme en la puerta de qué se trataban.
Hasta los sitios horribles me parecen bonitos.
uniformes empresariales ha dicho que…
Que noticia tan importante de leer, me ha causado mucha polémica.
Camilo Jiménez ha dicho que…
KAT: cuando uno viaja con esos ojos hasta los todo incluido pueden resultar fascinantes. Gracias por pasar y comentar.

UNIFORMES: ¡muere, muere, maldito robot!
uniformes para medicos ha dicho que…
Super interesante!