Fusilado: Fernando Savater




Con la publicación de su Ética para Amador y similares como Las preguntas de la vida, Savater empezó a ser considerado por los pensadores "serios" (jua) un filósofo de mesa de noche. Pero no se olvide que antes de su Ética..., tan sabroso y ligero exponente de la escritura de divulgación en filosofía, el señor Savater nos tradujo y nos introdujo en los recovecos de Georges Bataille, en las profundidades de Ciorán. Eso además de su propia obra en ética y filosofía política dura, que combina tan bien la profundidad con la cortesía de un buen estilo. Uno de sus primeros trabajos en filosofía al alcance de cualquiera es Sobre vivir, volumen para leer y releer (yo lo vengo haciendo desde hace 15 años) y de donde fusilo este artículo.

Alone

Alguien ha dicho (y estas grandes frases siempre son ciertas, aunque a menudo también sus opuestas) que la magnitud de un espíritu se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar. Si esto es así, no tengo más remedio que admitir que mi espíritu debe andar más o menos por los veinticinco centímetros. Dicho en términos boxísticos, soy un pobre encajador de soledad: tengo mandíbula de cristal para el abandono. Lo cierto es, por otra parte, que no hay casi nadie de quien no me despida con gusto después de un plazo razonable de tiempo, que oscila entre las tres horas y media como máximo y los diecinueve segundos como mínimo. A veces no tengo más remedio que llegar a la neurótica conclusión de que la soledad es intolerable y la compañía inaguantable. Quevedo decía en un verso célebre: “Miedo en la soledad, miedo en la gente…” y Schopenhauer dictamina con brutal franqueza: “Hay que elegir entre la soledad o la vulgaridad”. Una solución pasable me la sugirió una de las mejores novelas de terror jamás escritas, Arde, bruja, arde de Abraham Merritt, que fue adaptada para el cine por Eric von Stroheim en una espléndida película de Tod Browning, interpretada por Lionel Barrymore (The Devil Doll). La hechicera de la novela convertía a las personas en muñequitos vivientes de pocos centímetros de altura y los tenía en los compartimentos de una especie de armario archivador que de vez en cuando repasaba con satisfacción de coleccionista: un jockey, una fulana, un catedrático, un obispo, una colegiala, un registrador de la propiedad, etc..., todos bien guardaditos, a la espera de que fueran requeridos sus servicios. Bueno, la verdad es que la bruja solía utilizar sus enanitos para objetivos que nada tenían que ver con el solaz y la sosegada compañía (como diría Tierno en uno de sus ya célebres bandos) y tampoco era capaz de devolverles su estatura perdida; pero con esta última disposición reversible y mejores instintos que la maléfica doña de Merritt, el invento podría ser todo un éxito. Uno conservaría en el armarito del baño o en la alacena los facsímiles diminutos de las treinta o cuarenta personas a las que puede soportar sin bostezo o asco, las desplegaría cuando quisiera pasar un rato con ellas y las achicaría luego para guardarlas hasta mejor ocasión. Así se lograría una compañía que no fuese ni esquiva ni fastidiosa, pronta a presentarse y a despedirse. Comprendo que el plan suena un poco manipulador y para hacerlo más moral me comprometo a asumir la enanez en el aparador de Jessica Lange, siempre que ella acepte venir a pasar de vez en cuando temporadas en el mío…


A mis soledades voy, de mis soledades vengo. El llorado Roland Barthes habla en algún sitio de “la fatiga, esa potente droga”; lo es, sin duda, pero también la soledad es un tóxico importante. Como cualquier otro alucinógeno, la soledad altera en primer lugar nuestra relación con el tiempo. Eternidades vacías amplían desoladoramente cada segundo; eones devastados paralizan el transcurrir de las horas y nos hacen conocer el infinito sin amenidad de los condenados. La llamada que no llega, el teléfono sonando con desesperada monotonía en la casa del otro, los amigos ausentes o distraídos…; intento la lectura y la página más banal se me convierte en un enigma, me expulsa de ella como escrita en un incomprensible arcano; hasta la música traiciona: Bach me suena pomposamente frío y se me antoja que Mozart —¡oh blasfemia!— es la charanga de un circo de vanidades. A la televisión ni me acerco: aun estando solo carezco de tendencias suicidarias. De modo que nada queda salvo el tiempo y yo, mano a mano, frente a frente… y el cine. Afortunadamente el cine —como los sueños y la masturbación— son actividades que no excluyen por completo la compañía, pero que pueden pasarse muy bien sin ella. Todo cambia, sin embargo, de ver una película solo a verla acompañado: cambia unas veces para bien y otras para mal, pero la mayoría de las ocasiones cambia, sencillamente, ni mejora ni empeora. Con las películas que he visto solo guardo una relación por siempre diferente, como si hubiera hecho con ellas un esfuerzo suplementario y las hubiera grabado en el registro de la memoria con una aguja especial. Me son más nítidas que las otras y a la vez más privadas, me hundo más en ellas y a la vez se me hacen más irreales. El aprecio que me despierta una película que estoy viendo solo tiene características especiales; cuando alguien me acompaña, mi opinión sobre lo que veo se va modificando por los comentarios o carraspeos de mi pareja: si no comparte mi criterio puede hacerme cambiar el mío o reafirmarme con exageración desafiante en él… y también si me da la razón puede que exaspere demasiado mi punto de vista o que lo varíe por desconfianza del suyo y ganas de llevar la contraria. Pero cuando estoy solo, nada me desvía de mi propia fascinación palpitante: la película se apodera de mí según sutiles simpatías o antipatías con mi humor que ninguna influencia exterior hará variar y la voy amando o aborreciendo con una intensidad sin cortapisas. Agolpo en sus imágenes la causa secreta de todos mis males o veo aparecer poco a poco una radiante promesa de liberación… Cuando estoy solo, mi destino se une a la película que veo, me juzgo o me condeno según ella, la interpreto como una sintonía, una ofensa personal o una profecía. Si vuelvo otra vez, acompañado, la magia rara vez se repite. Por eso no he querido ver de nuevo en Madrid la Fedora de Billy Wilder, que me hizo gemir y gozar tanto cierta solitaria mañana en Ciudad de México hace varios años…


En el pequeño bar del cine de barrio, mientras apuro mi whisky y oigo las cantilenas de los anuncios, en espera del comienzo de la película, agradezco a las cosas humildes su compañía convencional. Gracias a las chocolatinas, por ejemplo, por estar envueltas en papeles coloreados, con retratos de vacas y avellanas; gracias a las papas fritas, discretas y familiares, siempre infantiles en su bolsa de celofán, y gracias a la mínima y tópica artesanía de la taza de café. ¿Quién sabe qué pedacito de papel de plata, qué cacharrito de loza barata me está salvando hoy de la desesperación? Porque las cosas nunca desertan: estar solo, como hoy, como siempre, es estar solo de ti.

Fernando Savater, Sobre vivir, Barcelona, Ariel, 1983, pp. 208-211.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
¡Uyyyyyy! ¡Qué fragmento, por Dios! Ahí estamos todos pintados. O yo, por ejemplo, que parece que soy una solitaria empedernida, sin remedio. Yo creo que sabés quién soy, así que no hace falta firmar.
Anónimo ha dicho que…
muy bien!!! un besito por eso!!!! mua